lunes, 24 de diciembre de 2007

El tráfico navideño

NADA MÁS ADORABLE que la Navidad y nada más detestable que el ambiente navideño: los villancicos, comer panetón y tomar chocolate con este calor tan pegajoso, los taxistas usureros que te quieren cobrar 20 soles por sacarte del centro.

Nada más odioso que el miedo de salir a la calle a sabiendas de que los ladrones ambicionan tu gratificación, y encima ver la cara de satisfacción de la gente que sale de Hiraoka cargando enormes cajas de televisores mientras uno camina hacia el paradero del micro masticando la derrota, apenas consolado con la esperanza de un pandero que nunca terminará.

Pero lo más detestable de todo el es tráfico navideño, esas colas interminables de carros que atiborran incluso las calles más desoladas y que avanzan a paso de procesión. Los taxis se agolpan en triple fila frente a la puerta de cualquier tienda y la señoras conducen mientras hablan con celular y miran con atención todos esparates que se encuentren por el camino. Súmele a eso una la acostumbrada proliferación de conductores con demasiados piscos sours encima -esos que salen de los almuerzos navideños que suelen organizar los trabajos- y la combinación pasa de ser estresante a francamente peligrosa.

Por eso yo, que adoro la Navidad pero detesto el espíritu navideño, daría cualquier cosa por pasarla encerrado en mi casa, aunque eso me obligue a consumir cantidades industriales de pavo, chocolate y panetón. Igual, ya me hice la idea de que eso es sencillamente imposible.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Motivos para preocuparse


A VECES (generalmente cuando estoy aburrido en el taxi o en el micro) me pongo a pensar en las ventajas de no tener carro. Por ejemplo, no tener que preocuparse en dónde estacionar, en que te roben los faros y los espejos, en tener el SOAT al día, en el cambio de aceite y otra larga infinidad de cosas.

Por ejemplo, no tener que preocuparte en que un buen día de esos en que todo parece salir mal termine con un pedazo de árbol cayendo encima de tu carro. Como le paso a mi amiga la Negra con su viejo y querido carro, la siempre servicial señora Blanquita.
Es la primera vez que veo que un árbol se choca con un carro, y no al revés:


Por si acaso, la señora Blanquita es el de derecha que casi no se puede ver. Fuerza, amiga.
(y gracias G., por la fotografía)

lunes, 29 de octubre de 2007

Piiiiii...


ELMER BARRANTES es un taxista sui generis. Su vehículo está impecable, igual que su camisa planchada, y se siente extrañado porque antes de negociar la tarifa la pregunto si va para el centro. "Yo voy a todos lados, menos tal vez a los barracones del Callao", dice luego de pactar por nueve soles. Ahora que lo pienso, debe ser nuevo. Tan pudoroso es el señor Barrantes que pese a tener radio no lo prende y no se ven diarios chicha sobre el asiento del copiloto. Pero el detalle más significativo es el sticker que tiene pegado en la puerta de la guantera.
"NO FUME. Cuide su salud y de su familia y viva feliz y contento ¡---!"
Sobre la última palabra, el señor Barrantes, taxista sui géneris y censor de vocación, ha pegado un pedazo de gutapercha.
¿A alguién se le ocurre que puede decir allí abajo?

domingo, 21 de octubre de 2007

El día sin carro

ME HE VUELTO FÁNATICO de la estadística. Sugiero que se haga censo una vez cada quince días, como mínimo.
Ver las calles así a medio día es un placer que vale la pena disfrutar más seguido.

jueves, 18 de octubre de 2007

Residuos celulares



LA SEMANA PASADA perdí mi celular. Otra vez se me quedó en un taxi. Debe ser el quinto que se me pierde en circunstancias parecidas, aunque la verdad creo que he perdido la cuenta. Seguramente son más. En mi casa creen que estoy enfermo. Yo no lo creo, pero a estas alturas ya no estoy de humor para descartar nada.


Parece evidente que no he nacido para cargar tamaña responsabilidad en mis bolsillos. Lo irónico del asunto es que las condiciones de mi trabajo me obligan no a cargar uno, sino dos teléfonos a la vez: el rpm sin salida abierta y el personal que me permite comunicarme con el resto del universo. Doble responsabilidad para un tremendo irresponsable como yo. tarde o temprano un taxista o un pasajero suertudo se gana con mi teléfono. Y como consecuencia de tantas perdidas y reposiciones sucesivas, me he llenado en el último año de basura celular: cajas, cargadores, manuales, cables diversos y accesorios de lo más diversos, que en la mayoría de casos ya no me sirven para nada. ¿Cuánto podrán darme en Las Malvinas por este lote?



(este es el único sobreviviente. Resultó ser a prueba de robos y pérdidas, pero tuvo que jubilarse porque no era a prueba de golpes)

He decidido volver a usar canguro, como en mis tiempos de universitario. Sé que es poco fashion andar por la vida como un cambista, pero la única manera de que no se pierdan las cosas es tenerlas pegadas al cuerpo.


¿Alguien tiene una idea mejor?

miércoles, 17 de octubre de 2007

El resto es silencio

Yo que me mato pensando y quejándome y de vez en cuando escribiendo, y resulta que estos chicos de la PUCP ya lo han dicho casi todo, y encima son divertidos:



Mírenlo, no tiene desperdicio.

¿Por qué el tráfico siempre es utilizado para ilustrar todas nuestra miserias nacionales?

sábado, 13 de octubre de 2007

Gente que circula por ahí (2): el conductor fosforito


En la vida diaria puede ser un tipo de lo más afable y buena gente, pero basta que se suba al auto para que aflore la paranoia que lleva dentro. El hombre cree que todos los choferes del mundo salen a la pista para fastidiarlo: el taxi que le pone las luces altas, la señora que mete el morro de su 4x4 sin mirar a los lados, la coaster que tiene adelante y le lanza una feroz bocanada de monóxido. A fin de cuentas, es un hombre solo contra el universo automotriz, y en esa condición es que ha desarrollado un sinnúmero de estrategias defensivas. Que, en realidad, más parecen estrategias agresivas.

El primer especímen de este tipo que conocí fue mi padre, que había perfeccionado la técnica para lanzar violentos escupitajos al conductor enemigo de turno. Sin quitar las manos del timón sacaba el cuello por la ventanilla y descargaba. Si el adversario tenía la desventura de tener las lunas abajo, los efectos podían ser desastrosos. Luego fui descubriendo otros que me llevaron a la conclusión de que la paranoia automotriz bien puede ser una pandemia. Yo mismo, cuando tenía carro, me he visto tentado a lanzar un salivazo varias veces, y en todas me ha detenido la conciencia de mi pésima puntería y el consecuente terror al ridículo (pocas cosas deben ser más vergonzozas que lanzar un pollo y que este aterrice sobre tu propia carrocería). Pero no todos se contentan con mi agresividad pasiva que se limita a insultar en voz baja y renegar para adentro. He visto broncas entre taxistas, me han hablado de sujetos normalmente buena gente que son capaces de bajarse del carro para meterme un puñete a un conductor de combi y de otros, no tan buena gente, que sacan del carro palos, fierros o hasta bates de beísbol.Hace poco vi a uno que cerró a una 4x4 (ignoro que le habrá hecho) y se puso frente a ella para impedirle el paso. Nada le importó que su mujeres le gritara (le rogara) que ya no joda y se regrese al carro antes de que lo atropellen y le dejen la marca del mataperros.

Son esas situaciones extremas, cuando un fosforito se junta con otro, son las que de verdad tiemplan los nervios. Dentro del carro, cualquiera es valiente, fuera de él es que se ve la diferencia entre la paja y el trigo. La mayor parte de veces el buen juicio aconseja poner primera y arrancar (el conductor de la 4x4 huyó haciendo off-road por el parque Mora). Hace poco estuve involucrado en una situación parecida, felizmente como pasajero. Mi buen amigo conductor sufre de paranoia automotriz y ha perfeccionado una serie de gestos con las manos para descargar su cólera. Agita el brazo izquierdo como un ala y, cuando tiene al enemigo al lado, le muestra el dedo medio con energía. Pero la mejor pieza de su repertorio se exhibe cuando detecta a un conductor apurado. Se coloca delante de él y lo frena metódicamente hasta llevarlo a la desesperación.

Una noche de sábado se cruzó con un loco más loco que él. Lo persiguió y logró cerrarlo en plena avenida Angamos, justo frente a Chicago Chico. Cuando se bajó del carro y lo vi más borracho y drogado de lo que esperaba, temí lo peor. Felizmente también había mujeres en el carro y mi amigo no está tan rayado. Salió volando y se metió contra el tráfico.

Si se bajaba, fácil nos asaltaban a todos.

lunes, 8 de octubre de 2007

La caída de un mito

Estaba pensando qué escribir y, felizmente (porque no se me ocurre todavía bien qué) apareció en mi pantalla este texto de Juan Pablo Meneses, que demuestra que, contra lo que los peruanos solemos pensar, no todo lo argentino es mejor.

Si después de Christian Suárez todavía me quedaban dudas (¿no será acaso un peruano alienado como tantos otros?), ahora ya no me queda ninguna. Sus taxis son tan malos como los nuestros.

Seguiré pensando. Mientras tanto, pueden pasarse al otro blog, que la verdad no tiene desperdicio.

Me lo merezco.

domingo, 30 de septiembre de 2007

Gente que circula por ahí (1): el taxista docente



ESTE SUJETO NO TRABAJA solo por dinero; el hombre tiene un mensaje, quiere transmitirlo y ha descubierto las ventajas de tener un auditorio cautivo: su pobre pasajero. La niña bonita e inteligente ha salido de su casa bien temprano sin saber que está a punto de cruzarse en la esquina de su casa con uno de estos especímenes. Encima, ha dejado el ipod en casa, así que no cuenta con ese par de audífonos que en situaciones así suele ser salvador. Detiene el carro y pide que la lleven a una prestigiosa universidad de Lima, pero antes quiere hacer una escala en el Starbucks más cercano, donde comprará su reglamentario latté alto con leche descremada, edulcorante y doble shot de café. El taxista docente espera a poner tercera para iniciar su rollo. Como buen vendedor, empieza con una pregunta:

—Señorita, ¿usted va a estudiar?
—Sí.
—Qué bueno encontrarse con jóvenes que estudian. Siga así, señorita. ¡El que estudia triunfa!

Llegado este momento, pienso que lo mejor es hacerse el distraído. Pero la niña linda e inteligente también es una polemista nata y no quiere desperdiciar la ocasión. Aunque luego se arrepienta.

—Eso no es cierto —le replica—. No siempre el que estudia triunfa. Para triunfar, es mejor poner un negocio
—¡Qué cosas dice, señorita! Cómo va a decir eso.
—Es cierto, señor. Yo conozco un profesor de la Universidad Católica que les decía a sus alumnos "si fuera cierto que el que estudia triunfa, yo a estas alturas sería millonario. Mejor pongan un negocio".
—Pero señorita, el estudio es tan bueno, le da a uno tanto panorama. Si uno no estudia, después termina de taxista.

Felizmente no hay mucho tráfico y el auto llega al café. La niña bonita y dialéctica baja, pide su latté alto, con edulcorante, pero sin doble shot de café. Un dependiente de la tienda le dijo que la fórmula original ya tenía suficiente. Vuelve a subir al carro. Está con la hora.

—Señorita, ¿eso es todo lo que va a tomar?—le pregunta el taxista docente.
—Así es. Este es mi desayuno, señor.
—Cómo va a ser eso, señorita. Usted estudia, ¡necesita alimentarse mejor!
—Esto es todo lo que necesito, además tiene leche.
—No puede ser, señorita. Usted tiene que alimentarse mejor. Usted estudia, si no come bien, no va a poder aprovechar sus clases. No va a tener energías.
—Créame que me alimento bien, pero por la mañana solo tomo mi café.
—El cuerpo es como un auto —se pone metafórico el hombre—. Si uno no le pone suficiente gasolina, luego se queda parado. ¡Y cuando uno pisa el acelerador, ya no responde!

Lo que sigue es un incómodo silencio. Felizmente, la universidad está cerca. El taxista docente cobra y siente que, además, ha hecho su buena acción del día.

Luego, sale en busca de su próximo discípulo.

(Bonus track: la web del Hermano Pablo)

sábado, 15 de septiembre de 2007

El auto como miembro viril



MCLUHAN AFIRMA que el auto es una extensión del pie y el vestido; algunas mujeres van más lejos y aseguran que en realidad es una extensión del pene. La última vez que escuche esto fue hace poco. En el cumpleaños de un amigo, una chica hizo un comentario cuando escuchó que me gustaría comprarme una camioneta. Fue algo así como “carro grande, poco de lo otro”. No sé, creo que quiso ofenderme.

Me quedé pensando largo tiempo en el asunto. No puede ser casual que carros y mujeres sea una combinación casi sobreentendida en la publicidad, las películas, las carreras de autos y cuanto motor show se haga en el mundo ¿Realmente habrá correlación entre las dimensiones genitales y las automovilísticas? ¿Cuánto calzará un chofer de Tico? ¿Y el afortunado propietario de una Hummer, será realmente tan afortunado? Nunca me quedó claro de esta teoría si la relación entre ambas cosas es directa o inversa. Si un carro aparatoso equivale a un miembro ídem, o al revés, si la aparente modestia de un compacto oculta un tesoro oculto e inesperado. Igual hay cosas que no me cierran de este razonamiento: ¿Dónde quedan los deportivos, que son más bien pequeños? ¿Puede aplicarse también a las mujeres? ¿Por qué, por ejemplo, hay tantas mujeres a las que les encanta andar por la ciudad en camionetas 4x4?

Siempre pensé que el auto era extensión de otro miembro viril tan o más importante (la billetera), pero ahora no estoy tan seguro. ¿Debería sentirme un poco eunuco ahora que no tengo carro? Tal vez sí. En términos urbanos, desde luego. No sé que piensen ustedes.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Un sentimiento colectivo

DERIVACIÓN PRÁCTICA de un chiste racista de pésimo gusto (*), el colectivo nació bajo la misma premisa de la combi: acomodar a la mayor cantidad de peruanos en el espacio más reducido posible. Sus inicios quizá hayan llegado a enternecer a más de un nostálgico: en eso fue en lo que terminaron cientos de esos viejos autos estadounidenses de cuando la gasolina era barata y espacio, ancho y ajeno. Claro que pronto los viejos y queridos lanchones, auténticos callejones bajopontinos con ruedas por los asaltos que en ellos se han escenificado, fueron reemplazados por la modernidad de la station wagon japonesa, que permitía una gran cosa: acomodar pasajeros en la maletera.

Todo era felicidad hasta que la autoridad, esa aguafiestas, metió su cucharón y defendió por una vez ese mínimo derecho humano: una persona, un asiento. Desde ese día el colectivo se siente un incomprendido. No es ni taxi ni combi y en ese limbo que la autoridad no reconoce porque no sabe cómo clasificar se gana la vida todos los días. Se disfraza de taxi, esconde discretamente el cartel que delata su naturaleza y acecha en los paraderos para afanarle pasajeros a los micros. Sabe que vive en continua persecución, que las autoridades piensan cada día en la forma de eliminarlo, que nunca será distinguido con el honor de un paradero en alguna esquina del centro.
Quizás por eso, porque vive a salto de mata y es un paria del transporte público, es que el colectivo acelera como un salvaje cada vez que ve un poquito de recta libre, aunque por eso se entienda a los cinco metritos que te puede dejar la vía expresa a las nueve de la mañana. El chofer de colectivo esquiva carros con destreza de eximio jugador de playstation porque siente que el Setame lo persigue todo el tiempo para desenmascararlo, para mandarlo al depósito o, peor todavía, a la revisión técnica. Tiene el SOAT siempre vencido y al patrullero soplandole la oreja. Por eso el colectivo es la opción de los eternos apurados, los que siempre se levantan tarde para ir al trabajo, como yo, y esperan que un inspirado meteoro los saque del problema esta vez. Aunque tampoco es recomendable tomarlo todos los días, porque subirse a un colectivo es casi como jugar a la ruleta rusa.
(*) Este es un blog políticamente correcto, así que no se da publicidad a chistes racistas

lunes, 3 de septiembre de 2007

Justicia poética


EL POBRE INGENUO que se ofreció a llevarme de Miraflores al cercado por ocho soles (yo hubiera pagado tranquilamente diez) creyó que tenía todo bajo control. La vía expresa está cerrada, pero él no se quejó como el común de los taxistas limeños. Subió por Petit Thouars, hizo un par de hábiles cortes, dobló a la derecha en una esquina donde estaba supuestamente prohibido y de pronto parecía que estaba cerca de mi destino. Faltaban pocas cuadras cuando soltó la primera lisurota. No contaba con la astucia del alcalde que, no contento con cerrar el zanjón, se ha propuesto al mismo tiempo llenar de adoquines las veredas del centro histórico.

Tampoco contaba con que ese domingo se le había ocurrido a alguien autorizar un pasacalle por todo Emancipación. Masticó dos carajos y intentó un plan B, pero se encontró con otro cartel que lo hizo desviarse más. "Use rutas alternas", decía, sin precisar cuáles. El astuto taxista no se rindió y emprendió el plan C, pero allí se encontró con otro cartel más cachoso. "Gracias por dejarnos trabajar", decía el maldito. No se aguantó más y mentó la madre al cielo. Se disculpó inmediatamente; ahora que lo pienso, debía tener poco tiempo en el oficio. El suyo era uno de esos taxis sin pintar, no tenía tanque de gas natural ni la intimidante jaula protectora de los taxis a tiempo completo. Este era un taxi amateur desbordado por las circunstancias. Los viejos zorros de la ruta, los tigres de la puerta libre, no se ruborizan por soltar una lisura, por meterse el dedo a la oreja o por tener esos espejos retrovisores enormes que solo sirven para ver bien a la pasajera piernona de turno. Alguna vez me tocó uno que se quedó sin gasolina en la ruta y ni siquiera pidió disculpas antes de bajarse, sacar una botella de gaseosa en la que tenía un poco de combustible y rellenar ahí mismo su vehículo. Y claro que me han tocado al menos un par que se pusieron a discutir y meterle el carro a otros conductores.

Este pobre ingenuo, lector de Perú.21 y no de Trome, era de otro estilo. O quizá, más que seguro, le faltaban años de oficio. Capaz era un joven profesional que guardaba la ilusión de que el taxi era algo transitorio. O un raro idealista del transporte público. Casi con lágrimas en los ojos (los dos) finalmente encontramos la ruta alterna de marras después de retroceder casi una docena de cuadras. No se atrevió a pedirme un sol extra en la tarifa, como hacen otros cuando los haces avanzar dos cuadras más allá de la referencia que les habías dado. Yo tampoco supe como ofrecerle esa compensación que por una vez me pareció justa. En medio de un silencio incómodo llegamos a mi destino. Me bajé y cuando di un ultimo vistazo al asiento (un consejo de mi vieja luego de cuatro celulares perdidos), descubrí que una moneda de cinco soles se me había escurrido del bolsillo. El carro ya estaba avanzando y no me dio tiempo de detenerlo.

Ahora pienso que si existe la justicia poética, debe ser algo parecido.

domingo, 2 de septiembre de 2007

¿Alguien puede explicarme esto?


¿Puede ser esto verdad? ¿O es acaso que los robacarros peruanos son una sarta de ingenuos?

Alguien explíqueme por favor...

sábado, 25 de agosto de 2007

La combi une a los peruanos




LAS TRAGEDIAS UNEN A LA GENTE. Lo constatamos hace poco con un fuerte terremoto, pero también se puede percibir en los dramas cotidianos que nos toca sufrir. Como, por ejemplo, viajar en una combi. Porque, y de eso no me cabe duda, viajar en combi es una auténtica desgracia.

No sé gran cosa de la señora del asiento de adelante y menos del niño pequeño que lleva en brzos y que tiene la boca sucia de comer cheese triz. Tampoco del hombre que viaja de pie salvo que, a juzgar por los papeles que lleva en la mano, estudia o trabaja en la UNI. Nunca sabré cómo se llaman, dónde viven o qué hacen por la vida pero me siento identificado con ellos porque sufrimos la misma tragedia: el mismo olor a axila, las mismas sacudidas, la misma música insufrible, la cara de condorito pidiéndote que pagues con sencillo. Y también la misma incertidumbre derivada del hecho de saber que somos pasajeros forzosos, prisioneros de un ente en el que el orden normal de la existencia queda en suspenso. No solo las normas de tránsito dejan de existir dentro de una combi, también el lenguaje pierde conexión con el mundo real. Frases como "carro vacío" o "al fondo entran cuatro" pierden significado cuando uno esta dentro de la combi. En realidad, uno se sube al carro de marras con la incertudumbre de no saber las cosas más elementales, como cuánto demorará en llegar a su destino. Uno se trepa con la certeza de nada. Ni siquiera de si al final del viaje seguirá entero.

Somos muy distintos, pero yo me siento plenamente identificado con ellos y sé que ellos se identifican conmigo, o al menos con mi drama, cuando, cuando veo sus rostros y oigo sus palabras de comprensión luego de que el cobrador me pido —me exige— que "me siente derecho", es decir, que meta mis piernas en el diminuto espacio de 20 centímetros que separa los asientos. No puedo, intento demostrar que es imposible, y mis compañeros de viaje lo comprenden; incluso el señor gordo que se sienta a mi lado y tiene la dicha de haberse quedado medio dormido. El resto mira con pena a sus semejantes que viajan parados —al menos, la combi en la que viajamos es de techo alto—. Los más sensatos se ponen audífonos y tratan de inhibir sus demas sentidos. Tratan de que el trance pase rápido.

Me bajo en un paradero improvisado, justo al lado de una señal que dice "no paradero", sin que el cobrador haya tenido la cortesía de recordarme que apoye primero el pie derecho. Me bajo convencido de que necesito un auto más que nunca, pero también de que si el Congreso sesionara en una combi —seguro que entran— los consensos saldrían como por un tubo. Porque nada como la tragedia cotidiana de una combi para unir al país.

sábado, 11 de agosto de 2007

Abajo los taxistas

HAY CIUDADES en las que tomar taxi con frecuencia es un signo de alto nivel social. Lima es de las otras. Es tan barato que no te distingue en nada y tan malo que te expone a los mismos vejámenes que el resto del transporte público. Hay taxis que corren como combis, taxis que roban y asaltan, taxis que huelen a gas, taxis piratas. Yo los he sufrido todos, pero especialmente los de una clase creciente: los que te torturan psicológicamente. Desde que tomo taxi a diario mi tolerancia al rechazo se ha incrementado hasta límites insospechados. A ojo de buen cubero, dos de cada tres taxistas desprecian mi dinero y declinan llevarme. No creo pedirles rutas largas o estrafalarias, tampoco tener cara de asaltante. No pido carreras a los Barracones del Callao, Barrios Altos o Renovación. Últimamente he declinado hasta el natural regateo de la tarifa. Da igual, no me llevan. Ni siquiera corren el riesgo de pedir una tarifa desmedida y apostar por una eventual prisa o desesperación. La mayoría ni siquiera te mira a la cara, solo pone primera y arranca. Otros ponen rostro de pena, como si quisieran llevarte pero les resultara imposible (mentira) y otros, los menos, ensayan brevísimas explicaciones. Esas también creo haberlas escuchado todas: que van para el Callao, que tienen que devolver el carro, que después tienen que volver vacíos… un largo etcétera que la verdad no tiene por qué importarnos. No es nuestra culpa que la demencial competencia en la que se hayan enfrascados desde hace varios años haya degradado la rentabilidad de su oficio al punto de que apenas les rinda unos centavos. Tampoco lo es que nadie les haya metido en la cabeza que lo que hacen es un servicio público.

Sin embargo, los taxistas saben voltearte la tortilla y echarte la culpa de algunos de sus dramas cotidianos. Como la mala costumbre de nunca tener plata para darte vuelto. No de 100 soles o de 50, sino de billetes razonables como los de 20 o incluso los de 10. En un mundo justo deberíamos asumir que si el taxista no tiene cambio de esas sumas debería avisarte con tiempo. En Lima no es así, tú debes avisarle y si no lo haces te expones a que el susodicho te ponga rostro colérico: “¿Por qué no me avisó antes?”, te increpará y luego se quejará por todo el combustible extra que le estás haciendo gastar. Tengo una amiga que para evitarse esos malos ratos advierte al taxista que va a pagar una carrera corta con una moneda de cinco soles. Si lo hace, debe ser por algo. Alguno debe haberle alzado la voz por no haberle avisado a tiempo que no tenía sencillo.

También están los taxistas que te increpan por el estado del tránsito, como si no lo sufrieras tanto o más que ellos, o como si estuvieras obligado a conocer una ruta alternativa que satisfaga sus expectativas. Aunque el otro extremo tampoco es deseable: esos eximios ‘ruteros’ que por avanzar rápido se trepan a las veredas, se meten contra el tráfico o, todavía peor, te llevan por brillantes atajos que resultan ser tenebrosos callejones sin pensar en el pobre pasajero que teme un secuestro inminente. Esos, sobre todo para las mujeres, son de la peor especie.

Llegado a este punto, sería políticamente correcto que dijera que no es mi intención generalizar y que también hay taxistas buenos. No lo voy a hacer. Al menos, no de ese modo. Claro que hay taxistas amables, civilizados y conscientes, pero son tan pocos comparados con la inmensa mayoría que mi generalización me sigue pareciendo válida.

El que quiera darme la contra, que toque el claxon.

martes, 7 de agosto de 2007

Mi problema con los automóviles

HACE POCO ME DI CUENTA de que mi búsqueda se había tornado grave. Resulta que ahora cuando camino por la calle ya no me fijo—como cualquier hombre digamos que normal suele hacer— en las mujeres que pasan por ahí. No importa la contundencia de sus atributos, mi vista suele pasar de largo. Y en cambio, suele detenerse y desviarse ante las imágenes de autos y camionetas de variadas marcas y modelos. Miradas dignas de un sátiro, solo que apuntadas ante el objeto equivocado. Alguna vez he llegado a ampayarme a mí mismo mordiéndome suavemente el labio inferior con los incisivos y los caninos. Si no me equivoco, fue ante la mirada de un Subaru Impreza STi brillante y nuevecito, que pasaba haciendo ruido por la vuelta de mi casa. Para más señas, era manejado por un viejo (qué desperdicio de vehículo).

Buscando consuelo para mi drama, pensé que había una parte buena en todo esto. "Al menos mi novia no podrá molestarse conmigo por mirar a otras mujeres", pensé. Ingenuamente, elucubré que para ella sería mejor (o al menos, más aceptable) que enfoque mis pensamientos y expresiones libidinosas en un vehículo inanimado de cuatro ruedas antes que en cualquier bípedo medianamente presentable de esos que de vez en cuando uno se puede encontrar deambulando en los centros comerciales, en las barras de los bares o en las colas de los cines. Me equivoqué ruidosamente. Evidentemente, no había sopesado la dimensión de mi problema. Y me percaté de eso cuando un día, caminando para buscar donde almorzar, mi sufrida novia me estaba contando un drama personal importante y yo la interrumpí en la parte más importante de su relato para señalarle lo bonita que estaba la nueva Suzuki Grand Vitara que se había detenido ante un semáforo en rojo. Lo cual, evidentemente, desató su cólera y, de paso, me confirmó lo que sospechaba, que uno puede ponerse celoso de cualquier cosa, también de un automóvil.

Situaciones similares, aunque no tan serias, me han vuelto ha ocurrir con relativa frecuencia, en la calle, ante la vitrina de un concesionario y, de manera casi inevitable, en cada una de mis contadas incursiones por el Jockey Plaza, donde, al menos en mi humilde opinión, hay más carros bonitos en exhibición que mujeres ídem. No quiero ni imaginarme lo que será de mí en el próximo Motor Show. El año pasado, cuando lo visité, recién estaba sufriendo las fases iniciales de mi problema. Si en la próxima edición ven a un tipo salivando mientras contempla la parte de atrás de una camioneta, pueden estar seguros de que se trata de mí.

sábado, 4 de agosto de 2007

Los autos y las novias

PRIMERO QUE NADA, mil disculpas a Renato por parafrasear el nombre de su exitoso blog. Sin embargo, espero que comprenda que no es afán de piratear por piratear ni de colgarme de un nombre exitoso y vendedor. Mi búsqueda es sincera y, hasta me atrevo a decir, más urgente y perentoria que la de mi buen compañero y mejor poeta.

Por varios motivos, buscar carro es tanto o más importante que buscar novia. La primera, desde luego, es que novia ya tengo y no veo razones para cambiarla en futuro. En cambio, ya llevo más de dos años sin carro y buena parte de ellos han sido realmente penosos (en términos de transporte, quiero decir). Ya no recuerdo el día exacto en que me deshice de mi fiel compañero, un Toyota Corolla petrolero, timón cambiado para más señas, a cambio de un buen puñado de dólares que invertí en comprarme una laptop.

En ese momento, no lo dudo, fue una buena decisión. Si mal no recuerdo, estaba harto su motor cada vez más chancho y de que me saquen la mano en cada esquina como si fuera taxista (para colmo algún gracioso puso un letrero de taxi en mi guantera, que por cierto nunca lo boté). Ahora, sin embargo, me arrepiento con frecuencia de ese día sin fecha. Me arrepiento cada vez que escucho el rechinar de las monedas del cobrador de la combi o me toca el asiento del medio en el colectivo Chorrillos-Vía Expresa que me lleva a mi centro de labores. O cuando bajó de una coaster y veo que no me falta el celular o la billetera. U otras situaciones tanto o más desagradables que sufren (sufrimos) cada día los peatones limeños.

Pero bueno, mi situación particular no me ha impedido formular algunas razones que sustentan mi idea general de que buscar un auto es tanto o más delicado que buscar una novia. A saber:

1- Aunque conseguir una novia puede demandar una inversión importante, conseguir un auto sin duda cuesta mucho más.
2- Si la novia no satisface tus expectativas, deshacerte de ella es relativamente sencillo y libre de costo (económico, digo). Si el carro que te compras resulta un fiasco, pues la verdad es que estás un poco jodido, porque te va a salir un poco caro.
3- Las estadísticas señalan que el tiempo promedio que se dura con una novia es de varios meses. Con suerte, un año y meses. En cambio, el carro debe durarte mucho más (lo ideal es varios años).
4- Cuando tu novia presenta problemas, estos pueden arreglarse conversando (casi siempre). Si tu carro presenta problemas, no hay negociación posible. Te toca gastar otro platal para repararlo.

En síntesis, una cosa es un noviazgo y la otra tiene todos las características de un matrimonio. Con el agravante de que, a diferencia de las mujeres, los autos no te dan un “periodo de prueba” (a.k.a. "noviazgo") para ir probando cómo va la cosa. A lo sumo, tienes derecho dan una revisión mecánica somera y una breve manejadita. Algo así como un chequeo médico y una prueba física, para seguir con el paralelismo. Y, como en los matrimonios entre humanos, existe el divorcio, pero este -salvo civilizado acuerdo- suele ser doloroso y complicado.

Así que estoy buscando carro para casarme, y pretendo tomarme la búsqueda bien en serio. Cualquier sugerencia será bienvenida.