sábado, 25 de agosto de 2007

La combi une a los peruanos




LAS TRAGEDIAS UNEN A LA GENTE. Lo constatamos hace poco con un fuerte terremoto, pero también se puede percibir en los dramas cotidianos que nos toca sufrir. Como, por ejemplo, viajar en una combi. Porque, y de eso no me cabe duda, viajar en combi es una auténtica desgracia.

No sé gran cosa de la señora del asiento de adelante y menos del niño pequeño que lleva en brzos y que tiene la boca sucia de comer cheese triz. Tampoco del hombre que viaja de pie salvo que, a juzgar por los papeles que lleva en la mano, estudia o trabaja en la UNI. Nunca sabré cómo se llaman, dónde viven o qué hacen por la vida pero me siento identificado con ellos porque sufrimos la misma tragedia: el mismo olor a axila, las mismas sacudidas, la misma música insufrible, la cara de condorito pidiéndote que pagues con sencillo. Y también la misma incertidumbre derivada del hecho de saber que somos pasajeros forzosos, prisioneros de un ente en el que el orden normal de la existencia queda en suspenso. No solo las normas de tránsito dejan de existir dentro de una combi, también el lenguaje pierde conexión con el mundo real. Frases como "carro vacío" o "al fondo entran cuatro" pierden significado cuando uno esta dentro de la combi. En realidad, uno se sube al carro de marras con la incertudumbre de no saber las cosas más elementales, como cuánto demorará en llegar a su destino. Uno se trepa con la certeza de nada. Ni siquiera de si al final del viaje seguirá entero.

Somos muy distintos, pero yo me siento plenamente identificado con ellos y sé que ellos se identifican conmigo, o al menos con mi drama, cuando, cuando veo sus rostros y oigo sus palabras de comprensión luego de que el cobrador me pido —me exige— que "me siente derecho", es decir, que meta mis piernas en el diminuto espacio de 20 centímetros que separa los asientos. No puedo, intento demostrar que es imposible, y mis compañeros de viaje lo comprenden; incluso el señor gordo que se sienta a mi lado y tiene la dicha de haberse quedado medio dormido. El resto mira con pena a sus semejantes que viajan parados —al menos, la combi en la que viajamos es de techo alto—. Los más sensatos se ponen audífonos y tratan de inhibir sus demas sentidos. Tratan de que el trance pase rápido.

Me bajo en un paradero improvisado, justo al lado de una señal que dice "no paradero", sin que el cobrador haya tenido la cortesía de recordarme que apoye primero el pie derecho. Me bajo convencido de que necesito un auto más que nunca, pero también de que si el Congreso sesionara en una combi —seguro que entran— los consensos saldrían como por un tubo. Porque nada como la tragedia cotidiana de una combi para unir al país.

sábado, 11 de agosto de 2007

Abajo los taxistas

HAY CIUDADES en las que tomar taxi con frecuencia es un signo de alto nivel social. Lima es de las otras. Es tan barato que no te distingue en nada y tan malo que te expone a los mismos vejámenes que el resto del transporte público. Hay taxis que corren como combis, taxis que roban y asaltan, taxis que huelen a gas, taxis piratas. Yo los he sufrido todos, pero especialmente los de una clase creciente: los que te torturan psicológicamente. Desde que tomo taxi a diario mi tolerancia al rechazo se ha incrementado hasta límites insospechados. A ojo de buen cubero, dos de cada tres taxistas desprecian mi dinero y declinan llevarme. No creo pedirles rutas largas o estrafalarias, tampoco tener cara de asaltante. No pido carreras a los Barracones del Callao, Barrios Altos o Renovación. Últimamente he declinado hasta el natural regateo de la tarifa. Da igual, no me llevan. Ni siquiera corren el riesgo de pedir una tarifa desmedida y apostar por una eventual prisa o desesperación. La mayoría ni siquiera te mira a la cara, solo pone primera y arranca. Otros ponen rostro de pena, como si quisieran llevarte pero les resultara imposible (mentira) y otros, los menos, ensayan brevísimas explicaciones. Esas también creo haberlas escuchado todas: que van para el Callao, que tienen que devolver el carro, que después tienen que volver vacíos… un largo etcétera que la verdad no tiene por qué importarnos. No es nuestra culpa que la demencial competencia en la que se hayan enfrascados desde hace varios años haya degradado la rentabilidad de su oficio al punto de que apenas les rinda unos centavos. Tampoco lo es que nadie les haya metido en la cabeza que lo que hacen es un servicio público.

Sin embargo, los taxistas saben voltearte la tortilla y echarte la culpa de algunos de sus dramas cotidianos. Como la mala costumbre de nunca tener plata para darte vuelto. No de 100 soles o de 50, sino de billetes razonables como los de 20 o incluso los de 10. En un mundo justo deberíamos asumir que si el taxista no tiene cambio de esas sumas debería avisarte con tiempo. En Lima no es así, tú debes avisarle y si no lo haces te expones a que el susodicho te ponga rostro colérico: “¿Por qué no me avisó antes?”, te increpará y luego se quejará por todo el combustible extra que le estás haciendo gastar. Tengo una amiga que para evitarse esos malos ratos advierte al taxista que va a pagar una carrera corta con una moneda de cinco soles. Si lo hace, debe ser por algo. Alguno debe haberle alzado la voz por no haberle avisado a tiempo que no tenía sencillo.

También están los taxistas que te increpan por el estado del tránsito, como si no lo sufrieras tanto o más que ellos, o como si estuvieras obligado a conocer una ruta alternativa que satisfaga sus expectativas. Aunque el otro extremo tampoco es deseable: esos eximios ‘ruteros’ que por avanzar rápido se trepan a las veredas, se meten contra el tráfico o, todavía peor, te llevan por brillantes atajos que resultan ser tenebrosos callejones sin pensar en el pobre pasajero que teme un secuestro inminente. Esos, sobre todo para las mujeres, son de la peor especie.

Llegado a este punto, sería políticamente correcto que dijera que no es mi intención generalizar y que también hay taxistas buenos. No lo voy a hacer. Al menos, no de ese modo. Claro que hay taxistas amables, civilizados y conscientes, pero son tan pocos comparados con la inmensa mayoría que mi generalización me sigue pareciendo válida.

El que quiera darme la contra, que toque el claxon.

martes, 7 de agosto de 2007

Mi problema con los automóviles

HACE POCO ME DI CUENTA de que mi búsqueda se había tornado grave. Resulta que ahora cuando camino por la calle ya no me fijo—como cualquier hombre digamos que normal suele hacer— en las mujeres que pasan por ahí. No importa la contundencia de sus atributos, mi vista suele pasar de largo. Y en cambio, suele detenerse y desviarse ante las imágenes de autos y camionetas de variadas marcas y modelos. Miradas dignas de un sátiro, solo que apuntadas ante el objeto equivocado. Alguna vez he llegado a ampayarme a mí mismo mordiéndome suavemente el labio inferior con los incisivos y los caninos. Si no me equivoco, fue ante la mirada de un Subaru Impreza STi brillante y nuevecito, que pasaba haciendo ruido por la vuelta de mi casa. Para más señas, era manejado por un viejo (qué desperdicio de vehículo).

Buscando consuelo para mi drama, pensé que había una parte buena en todo esto. "Al menos mi novia no podrá molestarse conmigo por mirar a otras mujeres", pensé. Ingenuamente, elucubré que para ella sería mejor (o al menos, más aceptable) que enfoque mis pensamientos y expresiones libidinosas en un vehículo inanimado de cuatro ruedas antes que en cualquier bípedo medianamente presentable de esos que de vez en cuando uno se puede encontrar deambulando en los centros comerciales, en las barras de los bares o en las colas de los cines. Me equivoqué ruidosamente. Evidentemente, no había sopesado la dimensión de mi problema. Y me percaté de eso cuando un día, caminando para buscar donde almorzar, mi sufrida novia me estaba contando un drama personal importante y yo la interrumpí en la parte más importante de su relato para señalarle lo bonita que estaba la nueva Suzuki Grand Vitara que se había detenido ante un semáforo en rojo. Lo cual, evidentemente, desató su cólera y, de paso, me confirmó lo que sospechaba, que uno puede ponerse celoso de cualquier cosa, también de un automóvil.

Situaciones similares, aunque no tan serias, me han vuelto ha ocurrir con relativa frecuencia, en la calle, ante la vitrina de un concesionario y, de manera casi inevitable, en cada una de mis contadas incursiones por el Jockey Plaza, donde, al menos en mi humilde opinión, hay más carros bonitos en exhibición que mujeres ídem. No quiero ni imaginarme lo que será de mí en el próximo Motor Show. El año pasado, cuando lo visité, recién estaba sufriendo las fases iniciales de mi problema. Si en la próxima edición ven a un tipo salivando mientras contempla la parte de atrás de una camioneta, pueden estar seguros de que se trata de mí.

sábado, 4 de agosto de 2007

Los autos y las novias

PRIMERO QUE NADA, mil disculpas a Renato por parafrasear el nombre de su exitoso blog. Sin embargo, espero que comprenda que no es afán de piratear por piratear ni de colgarme de un nombre exitoso y vendedor. Mi búsqueda es sincera y, hasta me atrevo a decir, más urgente y perentoria que la de mi buen compañero y mejor poeta.

Por varios motivos, buscar carro es tanto o más importante que buscar novia. La primera, desde luego, es que novia ya tengo y no veo razones para cambiarla en futuro. En cambio, ya llevo más de dos años sin carro y buena parte de ellos han sido realmente penosos (en términos de transporte, quiero decir). Ya no recuerdo el día exacto en que me deshice de mi fiel compañero, un Toyota Corolla petrolero, timón cambiado para más señas, a cambio de un buen puñado de dólares que invertí en comprarme una laptop.

En ese momento, no lo dudo, fue una buena decisión. Si mal no recuerdo, estaba harto su motor cada vez más chancho y de que me saquen la mano en cada esquina como si fuera taxista (para colmo algún gracioso puso un letrero de taxi en mi guantera, que por cierto nunca lo boté). Ahora, sin embargo, me arrepiento con frecuencia de ese día sin fecha. Me arrepiento cada vez que escucho el rechinar de las monedas del cobrador de la combi o me toca el asiento del medio en el colectivo Chorrillos-Vía Expresa que me lleva a mi centro de labores. O cuando bajó de una coaster y veo que no me falta el celular o la billetera. U otras situaciones tanto o más desagradables que sufren (sufrimos) cada día los peatones limeños.

Pero bueno, mi situación particular no me ha impedido formular algunas razones que sustentan mi idea general de que buscar un auto es tanto o más delicado que buscar una novia. A saber:

1- Aunque conseguir una novia puede demandar una inversión importante, conseguir un auto sin duda cuesta mucho más.
2- Si la novia no satisface tus expectativas, deshacerte de ella es relativamente sencillo y libre de costo (económico, digo). Si el carro que te compras resulta un fiasco, pues la verdad es que estás un poco jodido, porque te va a salir un poco caro.
3- Las estadísticas señalan que el tiempo promedio que se dura con una novia es de varios meses. Con suerte, un año y meses. En cambio, el carro debe durarte mucho más (lo ideal es varios años).
4- Cuando tu novia presenta problemas, estos pueden arreglarse conversando (casi siempre). Si tu carro presenta problemas, no hay negociación posible. Te toca gastar otro platal para repararlo.

En síntesis, una cosa es un noviazgo y la otra tiene todos las características de un matrimonio. Con el agravante de que, a diferencia de las mujeres, los autos no te dan un “periodo de prueba” (a.k.a. "noviazgo") para ir probando cómo va la cosa. A lo sumo, tienes derecho dan una revisión mecánica somera y una breve manejadita. Algo así como un chequeo médico y una prueba física, para seguir con el paralelismo. Y, como en los matrimonios entre humanos, existe el divorcio, pero este -salvo civilizado acuerdo- suele ser doloroso y complicado.

Así que estoy buscando carro para casarme, y pretendo tomarme la búsqueda bien en serio. Cualquier sugerencia será bienvenida.