lunes, 21 de enero de 2008

Paradero sin retorno


















Mi decidida y cada vez más rápida degradación en la escala social del transporte me llevó, junto con el tráfico insoportable del pasado diciembre, a redescubrir el universo del micro. Admito que hubo un poco de nostalgia en mi retorno a las rutas del viejo Retablo-Santa Cruz. Siguen siendo los mismos viejos destartalados vehículos que solía tomar en mis tiempos de escolar, presumo que más contaminantes y definitivamente más ruidosos, al punto que en algunas unidades hablar por el celular es una tarea casi imposible. El ruido de los fierros es tan fuerte que uno diría que están a punto de desarmarse. Digamos también, para ser honestos, que es una línea zanahoria en la comunidad salvaje de los micros: rara vez encuentras gente viajando de pie, los cobradores están uniformados y cada cierto tiempo se sube un supervisor que te pide religiosamente el boleto para hacerle un pequeño corte. Transportistas sentimentales con comodidades y modales casi europeos si se comparan con los infiernos sobre ruedas, latas de conserva humana, que veo de vez pasar por la avenida Abancay. Y pagar un sol por ir al trabajo francamente se ha revelado como un placer culposo. Regresar, ya por la noche, es otro cantar. Todavía no me animo, pero falta poco.


Mucho más desagradable que el viaje sobre ruedas es la caminata que me toca pegar para llegar al trabajo desde el paradero donde me deja el amable microbús. Varias cuadras de una avenida que apesta a pollo frito en la que sueles tomarte con toda clase de desechos humanos: desde lagunas de pichi y montañitas de mierda hasta mendigos y pirañitas. Harta basura biodegradable y también de la otra. La calle paralela es una opción menos hardcore pero un poco más larga. Allí los que te acosan son los cambistas y decenas de mujeres que tratan de convencerme de que cambie la montura de mis lentes. Algún día lo lograrán. Ya no me cierro a ninguna posibilidad desde que accedí a pagar más de 40 soles por un corte de pelo. Para compensar me toca tomar micro más o menos seguido durante este verano. He descubierto que no me disgusta tanto la idea. Ir cuesta abajo tiene la ventaja de no demandar mayores esfuerzos.

sábado, 5 de enero de 2008

El tanque recontra vacío


MIS PADRES se fueron de viaje por el Año Nuevo y por unos días fui materialmente feliz. Departamento y carro para mí solo. Ni siquiera uno: dos. Así es como funciona el sarcasmo. De peatón pasas a tener dos carros. Igual, solo puedes manejar uno. Desacostumbrado a tanta abundancia repentina, preferí pecar de humilde, solo atiné a usar la vieja y cumplidora camioneta y dejé el flamante Subaru Impreza 2007 guardado en el garaje. No vaya a ser que me lo rayen por ahí.

Fueron días de calculada y cómoda soledad casera, de trapos apilándose en el cesto de la ropa sucia y platos formando torres en el lavadero, mientras yo vivía la fantasía de haberme ganado el sorteo de la cuenta millonaria de Interbank al que, por cierto, siempre me propongo inscribirme sin nunca llegar a cumplir. Días de poco trabajo, mucho rato en piyama y, claro, el carro estacionado abajo y siempre listo para llevarme a donde yo quiera. Un placer que hace más de tres años me tenía prohibido y que pude volver a tomarme durante unos pocos días. Y debo reconocer que aunque lo usé muy poco me sentí libre, pero también extremadamente pobre porque si algo ha cambiado en estos años que llevo de forzado peatón es el maldito precio de la gasolina. Eso, y que de vez en cuando se me apague porque no me acostumbro del todo a la caja de cambios, son mis grandes frustraciones del arranque del 2008. Me subo nuevamente a un auto y caigo en la cuenta de que 20 soles no alcanzan para nada, el grifero termina de despachar y la aguja del medidor no se levanta ni un grado. Una triste y gráfica metáfora de la impotencia económica del conductor. ¿Para qué quieres un carro si ni siquiera puedes echarle una cantidad decorosa de combustible?

O tal vez porque sí puedo pero no quiero, y termino echando gasolina por puchos, es que hasta ahora no tengo carro. Caigo en la cuenta de eso porque ayer, justo el último día de libertad automotriz, me vi a mi mismo parando tres veces en el mismo día en un grifo para rellenar el pinche tanque de combustible. Y, mientras espero que la grifera termine de despachar los quince soles que espero me alcancen para recoger a mis padres del aeropuerto y volver a mi realidad de sin carro, extraño los viejos tiempos de mi petrolero y del diesel a seis soles por galón, maldigo a la OPEP en pleno y me pregunto si de verdad no me estaré volviendo un tacaño de lo peor. El lunes veré lo de la cuenta millonaria. Y el domingo, lo prometo, me levanto temprano y me pongo a revisar los clasificados de El Comercio. Aunque sea, para no perder la costumbre.