
LAS TRAGEDIAS UNEN A LA GENTE. Lo constatamos hace poco con un fuerte terremoto, pero también se puede percibir en los dramas cotidianos que nos toca sufrir. Como, por ejemplo, viajar en una combi. Porque, y de eso no me cabe duda, viajar en combi es una auténtica desgracia.
No sé gran cosa de la señora del asiento de adelante y menos del niño pequeño que lleva en brzos y que tiene la boca sucia de comer cheese triz. Tampoco del hombre que viaja de pie salvo que, a juzgar por los papeles que lleva en la mano, estudia o trabaja en la UNI. Nunca sabré cómo se llaman, dónde viven o qué hacen por la vida pero me siento identificado con ellos porque sufrimos la misma tragedia: el mismo olor a axila, las mismas sacudidas, la misma música insufrible, la cara de condorito pidiéndote que pagues con sencillo. Y también la misma incertidumbre derivada del hecho de saber que somos pasajeros forzosos, prisioneros de un ente en el que el orden normal de la existencia queda en suspenso. No solo las normas de tránsito dejan de existir dentro de una combi, también el lenguaje pierde conexión con el mundo real. Frases como "carro vacío" o "al fondo entran cuatro" pierden significado cuando uno esta dentro de la combi. En realidad, uno se sube al carro de marras con la incertudumbre de no saber las cosas más elementales, como cuánto demorará en llegar a su destino. Uno se trepa con la certeza de nada. Ni siquiera de si al final del viaje seguirá entero.

Me bajo en un paradero improvisado, justo al lado de una señal que dice "no paradero", sin que el cobrador haya tenido la cortesía de recordarme que apoye primero el pie derecho. Me bajo convencido de que necesito un auto más que nunca, pero también de que si el Congreso sesionara en una combi —seguro que entran— los consensos saldrían como por un tubo. Porque nada como la tragedia cotidiana de una combi para unir al país.